25. Parte
“Diamantina noche hermosa Con la brisa que pregona Serenata noche azul; Soy asi maravillosa Muy sencilla y asombrosa En la América del Sur” Digno García (x) (x) De su canción “Paisaje de mi tierra” |
Elisa Alicia Linch
La heroína de la epopeya sangrienta
por: Juan E. O´Leary
(Historiador)
Elisa Alicia Lynch era joven y hermosa, hermosura deslumbrante, con las virtudes de una matrona, con el talento y distinción de una Madame de Mantenon; con una fina educación y una cultura superior. El Mcal. López, la conoció en París, la admiró en las fastuosas fiestas de las Tullerías y acabó por amarla y ser amado con todo el fuego de su corazón. El destino los unió para siempre y un amor imperecedero santificó ésta unión, que fue
Ya en Asunción, se impuso por el decoro de la vida, por sus dones de refinada educación, por su candor y por su belleza. Era una extranjera y le faltaba la legalidad de la unión con el padre de sus hijos. Y esto era grave en una sociedad dominada por rancias preocupaciones sociales. Pero ella fué siempre, todo respeto al medio en que actuaba y supo cubrir las apariencias con su intachable vida.
No fué por cierto, una Manuelita Saenz, tan parecida a ella por sus antecedentes de mujer casada, pero tan diferente por los escándalos y extravagancias de su vida privada. La “amable loca”, que decía Bolívar, no fué siquiera modelo de fidelidad, ni se confornó con el obligado recato de la vida privada.Exhibió públicamente sus relaciones con su glorioso amante. Esto sí, fue heróica en su amor, pero cuando salvó al Libertador, en la lúgubre noche setembrina, compartía con él su lecho en pleno Palacio gubernativo, públicamente, y hacía con el vida marital, burlandose de la sociedad.
En el caso de Elisa Linch es en todo diferente a este respecto.
Vivió separada en casa propia,
Y su hogar fue frecuentado por la mejor sociedad capitalina, por nacionales y extranjeros, por el cuerpo diplomático, sin faltar el Nuncio Apostólico y su secretario. En las grandes fiestas sociales se confundía con nuestras matronas, y recibía,
Ella era la fe y la esperanza en medio de la batalla. Entretanto, sus denigradores de retaguardia murmuraban en la capital y sembraban el desaliento, lejos de todo peligro, aliados secretos de los conspiradores, como habían de ser sus acusadores después de la catástrofe y los creadores de su leyenda infame, que aprovecharon sus denigradores para tejer novelas truculentas, de liviandad y codicia, que se repiten todavía.
En esto Manuelita Saenz fue más afortunada en medio de su largo dolor en sus triste confinamiento en Paita y después de su muerte. Por lo menos tuvo y tiene biógrafos que la tratan con respeto y admiración, mientras que a nuestra heróina le tocó en suerte ser ultrajada por panfletistas miserables y villanos como Héctor Varela y el yerno del General Cámara.Varela fue castigado oportunamente por el recto historiador argentino Mariano Pelliza, que desmenuzó en severa crítica el relato, lleno de contradiciones y mentiras, que no es historia ni novela, pero que sirvió para que otros, igualmente mal intencionados, siguieran repitiendo las mismas calumiosas imposturas, con nuevos agregados de fantásticas y caprichosas acusaciones.
Pero tenía que ser así. La Heroína tenía que correr la suerte del Héroe. Sobre Eliza Linch tenía que caer con peso abrumador, el odio del vencedor y la infamía de los traidores. Monstruo cruel y sanguinario, fue proclamado el que poco antes fue aclamado como el “unificador” de la Patria Argentina jurandoséle eterna gratitud… La que a su lado compartió el dolor y la gloria del pueblo paraguayo, llegando con él hasta Cerro Corá, para presenciar el desenlace de la Epopeya y dar sepultura al Mártir, la que “sufrió penurias y fatigas”, al igual que los héroes de la lealtad, mientras la “casta” celebraba el triunfo del invasor, bailando en las carpas brasileñas, abrazando a los vencedores, ella fue infamada y hasta acusaba de que regresaba cargada de riquezas, teniendo que defenderla el representante imperial, que dió fe de que, prisionera en un buque brasileño, no tenía más riqueza que su orgullo indomable de ser madre angustiada y de honor inmenso de su lealtad a la causa paraguaya.
De vuelta a Buenos Aires en 1875 pudo contestar a sus calunmiadores, defendiéndose de las cobardes imposturas de que había sido víctima, desafiando a que estando libre y presente, se pusiera en duda su fidelidad al hombre a quién, ligó su destino y la austera corrección de su vida, para llevar a los estrados de la justicia a los que osaran volver a calumniarla. No había tenido tiempo material de ser mujer liviana que pintó Varela. El decoro de su vida quedó a salvo para siempre.
A su regreso a Europa cruzó en medio de la muchedumbre que la esperaba en el puerto de Buenos Aires para verla pasar, acompañada del poeta Guido Spano, amigo fiel de ella en sus horas de infortunio. Y aquel pueblo, que aclamó delirante un día a Solano López, saludo con un clamoroso aplauso a Elisa Lynch que se alejaba para siempre de esta tierra de América…-
(x) De la Revista de la Municipalidad de Asunción, febrero-marzo de 1970 (Asunción, Paraguay)
Legado de gloria ”Si los restos de mis ejercitos me han seguido hasta este final momento, es porque sabían que Yo, su jefe, sucumbiría con el último de ellos en este mi último campo de batalla. El vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa bella. Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre, que llevará la derrota en el alma, y en la sangre, como un veneno, el odio del vencedor. Pero vendrán otras generaciones y nos harán justicia, aclamando la grandeza de nuestra inmolación. |
JUAN BAUTISTA GAONA
Jóvenes vidas -muchos, casi niños-, fueron arrancadas de sus hogares, de las aulas de los centros de enseñanza, de las fábricas y oficinas, de las chacras y demás centros de producción, para ser enviadas como carne de cañón, movilizadas ante el peligro de ver reducida la geografía nacional a menos de la mitad de lo que considerábamos nuestro.
Pero las gestiones de Rivarola no hubieran tenido éxito sin el aporte de otras personas de buena voluntad, como fue el caso de alguien a quien sus compatriotas ni siquiera recordamos: don Juan Bautista Gaona (h).
Para acceder a dicho préstamo había que buscarse un medio idóneo: conseguir que una empresa particular, relacionada por medio de sus intereses con el Paraguay, concertara la operación de préstamo con el Gobierno paraguayo, quien otorgaría la garantía, "bajo condiciones de percepción de impuestos y de servicio del bono o bonos que se determinarían. La empresa acreedora descontaría la operación en un banco de esta plaza (argentina) y este redescontaría en el de la Nación".
Numerosas fueron las dificultades con que tropezaron las gestiones de Rivarola, "no precisamente por falta de buena voluntad de parte de los funcionarios, sino por lo difícil que se presenta rodearlas de todas las apariencias de legalidad", pues las mismas se trataban más de operaciones de buena voluntad que de operaciones "en concepto estrictamente comercial".
El señor Gaona (h), se desempeñaba como cónsul general del Paraguay en Buenos Aires. De él recuerda Rivarola en sus "Memorias Diplomáticas": "fue durante la guerra del Chaco cuando se vio y se pudo apreciar en todo su inmenso valor el amor sin límites de este paraguayo excepcional al suelo en que naciera que, silenciosamente, sin aspavientos patrioteros y sin ningún exhibicionismo había puesto su firma al pie de una obligación de un millón de pesos m/argentina, gravando su crédito personal, para acudir en ayuda de su patria en momentos graves y peligrosos, quizás para su misma existencia, desde que nadie que tuviera alguna conciencia de esos peligros podía dejar de abrigar serios temores por la suerte del Paraguay, entonces. No sé de ningún otro paraguayo de posición ni ningún extranjero enriquecido en el Paraguay, haya hecho, ni se haya ofrecido a hacer por él, entonces, cosa semejante".
Embargo contra el Paraguay (x) Del diario ABC COL0R (Revista), 18 de abril de 2004 (Asunción, Paraguay) |
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Memoria viva
Un inesperada musa
Quien adoptó —por esos azares de la vida del que abrazó por oficio la palabra— la costumbre de relatar historias de canciones a veces se encuentra en una encrucijada. Los caminos que descubre en su indagación lo enfrentan a dos opciones: callar o contar lo que escuchó, aun a riesgo de decepcionar a sus lectores. Tardes asuncenas, guarania del periodista, dramaturgo y poeta Néstor Romero Valdovinos y del músico y compositor Teófilo Noguera, es una de esas historias que pueden conducir al desencanto. Al escuchar sus bien tramados versos y disfrutar su melodía hecha a imagen y semejanza de la obra, uno se imagina al autor que desde la distancia —el exilio en este caso, referido ya al escritor que se vio obligado a salir del país tras la guerra fratricida de 1947— recuerda a su amada en el atardecer de una calle asuncena. Lo que continúa en la pesquisa es conocer más detalles: el nombre de la novia (porque en el último verso usa esa palabra), la dirección a la que se refiere y acaso el desenlace del romance. Hurgando en este universo de las canciones y sus letras, una realidad es clara, sin embargo: las historias responden a la realidad del autor o los autores en un momento concreto y el público —más allá de las circunstancias que motivaron las composiciones— les das sus propias alas para volar. Esto es, en definitiva, inherente a toda verdadera obra de arte. “'No averigües el origen de las canciones porque te vas a desilusionar', me dijo una vez el poeta Néstor Romero Valdovinos. Fue en la casa de Rudi Torga, recuerdo, a unas cuadras de la calle Choferes del Chaco (...). Estábamos conversando animadamente cuando llegó el poeta y yo me dije: 'Esta es mi oportunidad', porque hacía tiempo que deseaba saber el origen de mi canción favorita: Tardes asuncenas, de su coautoría con Teófilo Noguera, por lo que apenas terminados los saludos del visitante ya le formulé el pedido”, me cuenta Zarratea. Fue en ese momento que Romero Valdovinos le advirtió acerca del desengaño que le podría ocasionar el saber cómo nacieron algunas composiciones. Aunque Zarratea no lo dice, es obvio que estaba dispuesto a lo que viniera. Por eso es que reprodujo lo que le relató Néstor. “Llegaba yo a Buenos Aires después de la guerra civil del '47, y en una reunión se me acerca un desterrado ya antiguo, Teófilo Noguera, y me dice: 'Cómo quisiera hacerte escuchar una melodía que acabo de crear en recordación del Paraguay, porque quiero que le escribas la letra. ¿No te irías a mi casa en alguna ocasión?'. 'Por qué no', le dije. '¿Cuándo podrá ser?'. 'Cuando quieras'. 'Este domingo'. 'Cómo no. Allí estaré'. '¡Qué alegría me das...! ¿Qué querés comer?'. Pensé un instante y le dije: 'Ipokue locro'. 'Eso vamos a comer', dijo”. Ambos cumplieron su promesa el siguiente fin de semana. “Al terminar la comida nos quedamos dormidos, yo en una perezosa. Alrededor de las cinco viene Noguera con su instrumento y me dice: 'Ahendukase niko ndéve la che melodía', y se sienta a ejecutar. Al rato le dije: 'Ya la tengo, ya está; dejame que le dé forma la próxima semana', y me despedí. Estaba con un tremendo dolor de cabeza por efecto del vino tinto con hielo. Sin embargo, llevé en mente la melodía. Era una auténtica melodía de añoranza al Paraguay. Pero como para mí 'el Paraguay' era solo Asunción, mi ciudad, casi la única que conocía, me trajo recuerdos de ella. Entonces, para no apartarme del tema, le doy un título provisorio: Tardes asuncenas. Cuando esto le quise explicar a Noguera semanas después, él dijo: 'No hace falta, no tengo objeción alguna, es perfecta, ensayemos'. Allí nos pusimos a ajustar la letra a la música y cobró vida tu canción favorita. Fue estrenada días después por el propio autor con su conjunto. Como ves, el origen de esta canción no es nada poético”, recuerda Zarratea que le dijo Néstor Romero Valdovimos. Tuvo que haber sido en la década de 1970.
Lo que se relata aquí viene de la pluma de Tadeo Zarratea, un yuteño lúcido y alerta ante las diversas expresiones de nuestra cultura popular.
“Como toda obra de arte, fue creada artesanalmente, echando mano a los recuerdos, aprovechando el estado de añoranza, el techaga'u en circunstancias difíciles para sus autores. El artista crea muchas veces en situaciones penosas. Por eso es más importante tomar la obra en sí y rescatar lo que esa obra le comunica a uno, independientemente de su origen e incluso de la intención del autor. La verdadera obra de arte es aquella que incita al consumidor a recrearla en su mente para deleite de sus sentimientos y emociones. Es allí donde cumple su misión”, le dijo también el poeta.
Tadeo persistió en sus preguntas. Y quiso saber algo “de la musa inspiradora (...), aquella novia que te esperaba con la flor de resedá en su negra cabellera”.
—Ah... no. Ésa no es mi novia; es mi madre. Ella es la que acostumbraba llevar la flor de resedá —respondió Néstor Romero Valdovinos entonces.
Tardes asuncenas
Evoco en la distancia tu luz de atardeceres,
el mágico silencio que tanto idolatré,
la sombra de tus calles vistiendo mis amores,
allí junto a la amada que nunca olvidaré.
Yo no sé si aún estará esa esquina de mi barrio
donde antaño yo aguardara a la dueña de mi amor,
bella estampa del recuerdo perfumada de jazmines
y encendida por el beso que al marchar le daba el Sol.
Las nubes de ese cielo tal vez ya se han marchado,
cansadas de no hallarnos muy juntos como ayer,
y acaso si la brisa las trae aquí en mi cielo,
me cuenten que no ha muerto en tu alma ese querer.
Te imagino en la distancia aguardando mi llegada
y en tu negra cabellera una flor de resedá;
bellas tardes asunceñas: yo presiento que han de oírme
y en un cofre de silencio a mi novia guardaré.
Letra: Néstor Romero Valdovinos
Música: Teófilo Noguera
Justo Pucheta Ortega
El pasado martes 25 de mayo, se cumplió -sin bombos ni platillos- el centenario del nacimiento de uno de aquellos músicos, don Justo Pucheta Ortega, el célebre Pucheta'i, a quien se le menciona en “Musiqueada che ámape”, donde se recuerda su paso por Buenos Aires donde agasajaba a las jóvenes con la dulzura de su voz (El próximo año, se cumplirá a su vez, el centenario de otro miembro del dúo, don Herminio Giménez).
Las primeras grabaciones de música paraguaya
En esa época, Giménez y Pucheta Ortega se conocieron y, a instancias de don Miguel Viladesau, propietario de la casa de artículos musicales aún existente en nuestros días, convinieron en formar un dúo de canto y guitarras. |
Siguiendo huellas
Roque Centurión Miranda (x)
por: Josefina Plá
Diría que figura entre lo más olvidados. No creo poder anotar en los 30 ya largos años transcurridos desde su muerte, un recordatorio extenso a él dedicado en la prensa (aunque sabemos que algún grupo juvenil de teatro del interior que lleva su nombre). No quiero con esto significar que los que fueron ciertamente algunos de los hoy más destacados entre las figuras maduras de nuestra escena, lo hayan borrado de su memoria. Preciso es que lo recuerden, porque se vinculó a sus sueños tempranos. Y para llegar a ser lo que hoy son, pasaron por la escuela y por sus estrecheces formativas: estas ayudaron a formarlos, a dares cuenta, por lo que que había, de lo que faltaba. Que su papel era también “fundar” y sacrificarse. No podrían olvidar esa experiencia en acción y en reacción.
Pues no hay que dejar de lado la realidad de que la Escuela Municipal de Arte Escénico se fundó en 1948; que los fundadores (y yo me creo con derecho a ese título, porque mucho colaboré en la tarea de sensibilizar las conciencias, duras como pedernal, de quienes dependía su fundación) insumieron en esa tarea veinte años de vida, de paciencia, de espiritual derroche, de alternativas, de esperanza y desánimo…-la idea de renuncia nunca alboreó-. La escuela se fundó con más de veinte años de atraso con respecto a la fecha debida; o sea al principio de la propuesta (1928). Retraso que apoya su larga explicación en un estado de cosas en que hacían y morían las iniciativas culturales, sin eco, como gritos lanzados en sueños.
Fueron veinte años de memoriales, presentaciones, audiencias; campañas por prensa y radio, recitales, conferencias, etc. Insistencia machacona, acompañada por la organización de elencos que se agotaban a la segunda o tercera puesta en escena –cuando no la primera- flotando siempre en el piélago de la indiferencia. Una situación así no contribuye a que se pueda dedicar tiempo a decantadas actualizaciones, a modificar propuestas; y muchos menos a ampliarlas. Si no se comprende la necesidad de una escuela fermental de arte ¿cómo hallar ocasión para la renovación ampliada de sus planteamientos? La escuela nació, y con sus alternativas, vive hasta hoy; pero los veinte años de espera habían consumido mucho pabilo. Centurión dirigió su bien amada escuela por otros veinte años; murió en 1960. Le quedaban por delante en el almanaque de probabilidades unos lustros más; pero los años habían duplicado su ritmo en el corazón; como Correa, y como tantos otros luchadores de nuestra cultura teatral y literaria, Centurión “había quemado su vela por los dos cabos”.
Hemos dicho que sus alumnos no pueden olvidarlo del todo; y al decir “olvidar” no quiero decir –otra vez- obliterar al huella de su prsonalidad en cuanto sobre su trayectoria pudo operar. Estas vocaciones destacadas del teatro nacional actual han tenido para ello, como hemos dicho, que continuar su aprendizaje e inclusive virar rumbos, para mantenerse al día en su actuación. Dar por liquidadas etapas; reclamar la contemporaneidad no es solo un derecho, sino también un deber de las jóvenes generaciones. Pero siempre quedarán en pie los ejemplos de total dedicación, de desinterés de toda ambición cuya meta fuese el reconocimiento del teatro como vehículo capital de cultura, que presidió a la gestión y actuación de quien fue su primer director. La generosidad con la cual nunca regateó a nadie sus méritos. El desinterés y altura con que enfrentó, durante años ingratos, las dificultades inacabables en la procura de sus objetivos. Y una vez fundada la escuela, la composición heterogénea del alumnado, entusiasta este siempre, pero en la cual solo un porcentaje reducido de alumnos poseía al ingresar el volumen de cultura general media imprescindible para un aprovechamiento más amplio de la enseñanza impartida.
La sensibilidad, la vibración, digamos, ante el hecho humano, no faltó nunca; pero no podia rendir pleno fruto sin esa cultura, es decir, sin el espacio propicio para el aterrizaje mental de toda nueva noción.
Y lo que un ex alumno podia hacer en la escuela lo demostró en los dos años escasos de su gestión directora, Juan Villa Cabañas.
Empecé a hablar de Centurión, y me doy cuenta de que el espacio se lo ha llevado la escuela…Pero quizá se trata de un mismo hecho. Centurión Miranda vivió para la escuela. Antes y después de su fundación. Quizá por esto, antes y después agotó su capital de vida fuera del plan razonable. No era envidioso, estamos seguros de que donde esté se alegra del triunfo de sus ex alumnos. Aun los que asumieron el imprescindible papel disidente, o quizá por eso mismo. Porque lo fundamental en el aprendizaje cultural; la dedicación, el respeto al arte que no es medio sino en cuanto es fin; el sentido del deber, comienzo y fundamento, de los que fueron sus alumnos no lo olvidan; y ello en una manera –quizá la más útil y humana- de recordarle.
(x) Del diario ABC COLOR (Suplemento Cultural), 25 de agosto de 1991 (Asunción, Paraguay).
Mate indígena y mestizo tereré (x)
por: Juan Bautista Rivarola Matto
(Escritor)
Suelo decir que tengo una mente matemática porque pienso mientras tomo mate; y no lo digo en broma.
Además de noctámbulo y siestero –lo segundo posibilita lo primero- soy muy madrugador. Lo primero que hago al levantarme es matar al indio con unos amargos. El que se toma un cafecito procura despejarse; el que matea persigue la concentración.
Cuando se ve a un sujeto señudo y malhumorado, se afirma:
-Iyavá jhiconi, oimene ndocaiúri co pyjharevepe (anda hecho un indio, seguro que mo mateó esta mañana).
Dos verbos, que funcionan como sinónimos, nombran la acción de matear solitario en las sombras difusas del amanecer: “ava´ó” y “ava-yucá”, que en traducción literal respectivamente significan:”sacar al indio” y “matar al indio”. Si se pregunta, por ejemplo, ¿qué está haciendo caraí Lacú?, y se responde, ”oimé oyeava´ó (o “oyeava-yucá) jhina”, se entenderá, sin lugar a dudas, que está tomando mate, pero no en cualquier circunstancia o momento del día, sino solo en el amanecer.
Los paraguayos sentimo, experimentamos, que llevamos adentro un torvo ancestor indígena que debe ser conjurado cada mañana, antes de afrontar los cotidianos trajines de las transculturación, que implican una detestable servidumbre impuesta por el conquistador al ibérrimo selvícola que fuimos en felices tiempos de antropofagia y cacería irresponsable. Motivos sobran para amanecer pire-vaí, de mala piel, o sea, con un humor de perros.
Por otra parte, el paraguayo reserva para sí una parte de sí mismo escéptica, irónica, intransferible a la que debe persuadir todos los días que conviene marchar con el rebaño, pero sin dejarse engatusar por los pastores. Hasta la religiosidad popular, originada en la prédica de unos paí foráneos salidos de la picaresca, transformó irreverente a Jesucristo en Caraí Kiritó y al Dios Padre en ”Lecayá”. Nada para él es del todo verosímil ni del todo inverosímil, por lo que debe salvarse del posible engaño mediante la ironía y el humor. Pero, para eso, es preciso prepararse tomando unos mates.
El tereré es dicharachero, reidero y embustero; el mate, silencioso, introspectivo, monosilábico. Si hay palabras, es un monólogo interior en el que las ideas se asocian libremente, enhebradas sin embargo con el hilo de una lógica implacable, como esas desconcertantes ecuaciones que llenan de geroglíficos pizarrones enteros para desembocar en una breve formula genial, como es el caso de E=M C2 que volatilizó a Hiroshina y Nagasaki.
Las más de las veces las palabras no son necesarias. Entonces el matear mañanero es por demás parecido a la contemplación. Los ojos están abiertos, fijos, dilatados como los ojos de un ciego. Sólo ven hacia adentro imágenes que se proyectan hasta el infinito como en espejos paralelos. Se está en el centro, entre el pasado y el futuro igualmente abismales, igualmente inexistentes porque han dejado de ser o todavía no han sido. Algo nos dice que en el principio la Nada era el Ser y el Ser era la nada, por lo que estamos nadando en puras naderías. Pero, finalmente, el mate, como la calavera de Hamlet, nos dice que no es posible vivir sin convicciones, la primera de las cuales es la certidumbre de la propia existencia, que se constata en el sabor de la yerba.
El matear mañanero también puede ser una reflexión libre de prejuicios. La mente, recién salida del sueño, no ha tenido tiempo de adecuarse a convencionalismos. Como es demasiado temprano para ponerse a hacer algo concreto, y no se tienen ganas de empezar, los compromisos se postergan hasta que el mate se aguache o el agua se enfríe. El sentido común funciona entonces con absoluta probidad.
Las tensiones, ilusiones y dudas de la víspera han pasado por el tamiz del subconsciente, que, durante el sueño, ha separado el grano de la paja. Las ideas confusas se vuelven claras y limpias. Poco a poco, mate a mate, nos vamos disponiendo para la jornada que se inicia. El indio se ha ido, o ha muerto, pero volverá o resucitará la madrugada siguiente, y habrá que alejarlo y matarlo de nuevo.
Con posterioridad a este saludable encuentro del hombre a solas consigo mismo, se encontrará con los demás en ruedos de tereré, no para verse a sí mismo sino para mostrarse, no como es sino como le gustaría que lo vieran. El mestizo socarrón ha ocupado el lugar del indio taciturno, la picaresca el de la cosmogonía. El avá-arandú se ha vuelto Perú Rimá, que macanea de lo lindo. Nadie le creerá sus embutes, ni él esperará que le crean, porque, “tereré jhape oy´eva ndovalei”.
El alma paraguaya oscila entre estas dos culturas.
(x) Del diario HOY (Suplemento Dominical), 11 de noviembre de 1990 (Asunción, Paraguay).
¿Estamos los paraguayos –como lo sugería, entre sorbo y sorbo de pausado fernet, un maligno teoreta de cafetín, ya fallecido- gloriosamente emncipados de las tenaces leyes de la sociología y de la antropología? ¿Se encuentran realmente cerradas herméticamente las puertas y las ventanas de la nación, con abuso de trancas y cerrojos, a los periódicos ventarrones de la historia?
¿Somos en verdad un inexplicable pero vigente subgénero del “homo sapiens”, a medio camino entre el penúltimo troglodita y el poderoso Golem, creación ominosa de la Cábala hebrea? Cunde, desde luego, la tentadora sospecha de que podríamos constituir una colectividad con algunas características poco comunes. Estas nos distiguirían estrepitosamente de los demás pueblos que habitan el cansado “globo de la tierra y el agua”.
Sería un asunto inédito para una época como la nuestra, cargada de escepticismo y de racionalismo. Epoca en la que, suponiéndose descubiertos todos los arcanos de la especie humana, etnólogicamente hablando, se buscan objetos más lejanos para la pesquisa científica: las ignotas estrellas, las intimidades de los átomos, las misteriosas fuentes de la vida.
La sospecha de nuestra singularidad no es nueva. El Dictador Francia fue de los primeros en aventurar esas hipótesis. Rengger anota en su obra: “…le gusta (al dictador) que le miren a la cara cuando le hablan y que se le responda pronta y positivamente. Un día me encargó con este objeto que me asegurase, haciendo autopsia de un paraguayo, si sus comptariotas no tenían un hueso de más en el cuello, que les impedía levantar la cabeza y hablar recio” (2).
De tener esta hipótesis alguna base firme, nos hallaríamos ante un grave desafío: los paraguayos poseeríamos el carácter de “rara avis” en la monótona y prolífica especie de los bípedos implumes. Esta tésis tiene dos vertientes totalmente opuestas entre sí, que se combaten con religioso fervor. La primera postula que somos simplemente un pueblo de cretinos, infradotados a fuerza de palos recibidos con secular rutina. La segunda proclama orgullosamente que constituimos una virtuosa especie de superdotados.
Las consecuencias serán diversas según el punto de vista que se adopte en esta cuestión. Entre ellas, una que puede pasar desapercibida al observador más superficial: comprender a los paraguayos escaparía a la sapiencia de las disciplinas conocidas. Exigiría un conocimiento especializado al que no solo tendrían acceso ciertos especialistas. Pocos, pero cargados de luengos años y de abrumadora sabiduría. Grupo selecto, es cierto, pero reticente a compartir sus secretos con gente cargosa e ignorante.
-2- Rengger, J.R. “Ensayo histórico sobre el Paraguay” en El Doctor Francia, Rengger/Demersay, El Lector, Asunción, 1982, p. 176.
(x) Del libro: En busca del hueso perdido (Tratado de paraguayología), de Helio Vera (3ra.edición: 1990), RP EDICIONES; Asunción, Paraguay.